Internacionalismo y nación
El repulsivo nacionalismo de Donald Trump debe ser opuesto, pero para los socialistas la cosa no termina ahí. Alan Maass busca respuestas a la cuestión nacional.
UNA PREGUNTA para el Sr. Trump: ¿Por qué construir un muro en la frontera entre México y Estados Unidos en lugar de, por ejemplo, entre Arizona y California?
La respuesta, por supuesto, es que México y Estados Unidos son diferentes naciones; algo muy diferente a dos estados en la misma nación.
¿Pero qué tan diferente es esto? La definición legal de ciudadanía nacional se basa principalmente en el lugar de nacimiento de las personas, pero ¿qué hace que alguien nacido en Arizona sea diferente a alguien nacido en Sonora, pero no tan diferente de alguien nacido en California?
Es un problema espinoso dar una definición adecuada a lo que constituye una nación.
No puede ser sólo habitar una entidad geográfica, incluso si aceptamos el dibujo arbitrario de líneas fronterizas. ¿Qué pasa con aquellos en la población que se identifican como parte de otra nación, o aquellos que ven su forma de vida conectada con dos o más naciones, o ninguna, o todas?
A veces, una cultura común se presenta como una característica distintiva de las naciones, pero es casi imposible definir las culturas nacionales sin ser racista y excluyente. Y como escribió el marxista británico Chris Harman: “En todas partes, las diferencias en la cultura o modos de vida son mayores entre los ricos y los pobres, o entre los trabajadores y los campesinos, dentro de un estado nacional que entre vecinos de la misma clase en diferentes lados de las fronteras nacionales”.
El lenguaje común tampoco funciona. Hay muchos hispanohablantes entre los residentes de Arizona.
El filósofo Ernest Gellner puso la verdad simplemente:
La nación, como una forma natural dada por Dios de clasificar a los hombres, es un mito... No es que el nacionalismo imponga homogeneidad... Es la necesidad objetiva de la homogeneidad que se refleja en el nacionalismo.
LA NACIÓN, como la entendemos hoy, es un fenómeno relativamente nuevo en la historia. El estado-nación moderno nació como la estructura de poder político común al capitalismo, que se extendió por todo el mundo en los últimos siglos.
Esto también contradice la mitología libremercadista que dice que el capitalismo funciona mejor sin la intervención estatal.
Esa es una fantasía. El capitalismo simplemente no funcionaría a menos que esté respaldado por un estado: para emitir dinero; asegurar el pago de las deudas y el respeto a la propiedad privada capitalista; construir caminos y puertos; mantener el orden y contener la rebelión de los pobres; y proteger militarmente su mercado libre nacional contra los militares de otros estados.
Esa es la “necesidad objetiva” que Gellner escribió, la necesidad del capitalismo por un estado que administre y controle, dando lugar al nacionalismo como la justificación ideológica del estado-nación.
El nacionalismo es necesario para justificar el enorme aparato estatal que vela sobre la vida de sus ciudadanos, especialmente para reprimir la disidencia o enviarlos a matar y morir en las guerras.
Y también proporciona un mito que explica por qué toda la gente en una nación, sea de la elite o de la plebe, debe unirse contra toda la gente de otra nación.
Todos estamos familiarizados con esas leyendas y lo que enseñan: Usted puede ser pobre y tener que lidiar semana a semana para apenas subsistir, pero usted es de esta nación. Y tal vez será menos pobre si alguien vuelve a hacer grande a este país, para que sus enemigos extranjeros no se aprovechen.
Benedict Anderson escribió una versión de izquierda del nacionalismo en su libro Comunidades Imaginadas. Es un título apropiado: las cosas que supuestamente nos vinculan y unen a todos como compatriotas son imaginadas, no reales. Más específicamente, son imaginadas por los pocos en la cima de la sociedad para el resto de nosotros, para su beneficio financiero y político, no el nuestro.
TODO LO previo resume lo que los socialistas decimos de las naciones y el nacionalismo, pero no lo es todo. Falta algo muy importante: no todos los nacionalismos son iguales.
Debido a que vivimos en un mundo de competencia capitalista, que genera la competencia entre las naciones, hay naciones ganadoras y perdedoras en el mundo, y el impacto político del nacionalismo del conquistador es muy diferente del nacionalismo del conquistado y oprimido.
Es fácil ver cómo el nacionalismo en un país como Estados Unidos oscurece las diferencias de clase entre la población, al tiempo que refuerza el estatus quo. Los supuestos intereses comunes que los estadounidenses compartimos son usados para justificar un estado dedicado a expandir el poder y la riqueza de la pequeña minoría en la cima de la sociedad, no para garantizar el bienestar de todos.
El nacionalismo de un pueblo conquistado u oprimido — ya sea que tenga un estado propio, como Haití, pero sea sometido por otros estados más poderosos, o no lo tenga, como los kurdos, una minoría oprimida en Turquía y otros países del Medio Oriente — debe ser abordado de manera diferente.
Las diferencias de clase dentro de las naciones oprimidas pueden ser igual de oscuras y las cosas comunes que comparten igual de imaginadas, pero el nacionalismo de los oprimidos, en oposición y desafío al opresor, puede ser un paso adelante en desafiar la jerarquía imperialista de las naciones y a la pequeña elite en la cima de esa jerarquía.
Las rebeliones y revoluciones del siglo 20 ilustran esto.
Por ejemplo, durante la Primera Guerra Mundial, cuando la oleada inicial de patriotismo dio paso en todos los países europeos a una creciente ira, tanto por la masacre como por el deterioro de las condiciones económicas, una de las primeras rupturas fue el Levantamiento de Pascua de 1916 en Irlanda, una insurrección para terminar con el dominio colonial británico.
El revolucionario ruso Lenin reconoció que esta rebelión, aunque tuvo lugar bajo el estandarte de establecer una república irlandesa independiente, sacudió el poder de una de las naciones más poderosas, Gran Bretaña y, con ella, toda la estructura imperial.
Varias décadas más tarde, la revuelta de las colonias portuguesas en África en la década de 1970 precipitó un levantamiento aún más explosivo en Portugal, derrocando una dictadura y poniendo sobre la mesa la cuestión de la revolución en Europa.
En la misma época, la lucha por la libertad de los negros en Estados Unidos, que los marxistas entendemos como una lucha por la liberación nacional, aunque con características particulares, no sólo sacudió a la sociedad estadounidense, sino que inspiró a la izquierda en todo el mundo y remodeló su política.
ESA ES una razón por la que los socialistas apoyamos el derecho a la autodeterminación de las naciones oprimidas, es decir, el derecho de los pueblos oprimidos a tomar sus propias decisiones sobre sus asuntos, y no ser dominados y dictados por los poderosos. Debido a que tales luchas enfrentan un sistema internacional de opresión, pueden provocar e inspirar luchas que sobrepasan el asunto nacional específico.
Pero hay otra razón, quizás más importante, para apoyar el nacionalismo de las naciones oprimidas, y esta surge de la necesidad de lograr la unidad y la solidaridad de la clase obrera internacional para triunfar en la lucha por el socialismo.
Para lograr la verdadera unidad, la desigualdad de las naciones en el orden imperialista, al igual que otras formas de desigualdad, debe ser abolida, al menos en la relación entre las clases trabajadoras de los países oprimidos y opresores.
Debe haber un compromiso con el derecho de las naciones oprimidas a la autodeterminación para que los trabajadores en dichas naciones crean que una lucha unida terminará su opresión nacional específica y no solo reproducirá la misma jerarquía, con ellos abajo otra vez.
Y los trabajadores en los países opresores deben comprometerse a luchar contra la opresión para desafiar el nacionalismo de su propio país, uno de los principales medios para atar a los trabajadores a sus gobernantes.
Cuando Carlos Marx y Federico Engels comenzaron a enfrentar este asunto, reconocieron que la tiranía del dominio colonial británico en India, por ejemplo, no trajo el desarrollo capitalista y la prosperidad a una nación en desarrollo, como lo habían planteado en escritos anteriores, sino que agudizó la injusticia, junto con inevitables revueltas contra esa injusticia.
Pero incluso más que el potencial de las revueltas anticoloniales, Marx y Engels hicieron hincapié en la importancia de enfrentar el chovinismo nacional de los trabajadores en las naciones opresoras, como una condición para que la clase obrera gane su lucha por la liberación. Como Marx escribió sobre Irlanda:
La clase obrera inglesa... nunca podrá hacer nada decisivo aquí en Inglaterra a menos que separe su actitud hacia Irlanda, definitivamente, de aquella de la clase dominante, y no sólo hacer una causa común con los irlandeses, sino incluso tomar la iniciativa en disolver la Unión establecida en 1801... De lo contrario, el proletariado inglés permanecerá para siempre unido a las tendencias de su clase dominante, porque se verá obligada a hacer un frente común contra Irlanda.
LENIN, ESCRIBIENDO más tarde sobre Rusia, también fue inequívoco, y por una muy buena razón, dada la importancia de la cuestión nacional en un país donde el Zar había conquistado y subordinado a docenas de naciones menos poderosas. Él escribió:
La autodeterminación de las naciones hoy depende de la conducta de los socialistas en las naciones opresoras. Un socialista de cualquiera de las naciones opresoras... que no reconozca y no luche por el derecho de las naciones oprimidas a la autodeterminación (es decir, el derecho a la secesión) es en realidad un chovinista, no un socialista.
La principal preocupación de Lenin, haciéndose eco de la conclusión a que Marx había llegado, era que los socialistas deben comprometerse con la más amplia extensión de las libertades democráticas, incluida la autodeterminación nacional, como un medio para alentar el internacionalismo.
La unidad internacionalista de la clase obrera que vive en naciones opresoras y oprimidas depende de un compromiso incondicional con las demandas de los oprimidos, incluso si eso significa separación y secesión nacional. Los socialistas no necesariamente defienden la secesión, pero nuestro apoyo al derecho a la autodeterminación, incluso hasta el punto de la secesión, es absoluto.
Lenin explicó que el objetivo es la unidad y el internacionalismo, no la separación, pero esto sólo se logra si se enfrentan todos los rastros del chovinismo nacional. Como escribió después de la Revolución Rusa de 1917, cuando la secesión de Ucrania del nuevo Estado Obrero en Rusia estaba sobre la mesa:
Queremos una unión voluntaria de naciones, una unión que excluya cualquier coacción de una nación por otra, una unión fundada con total confianza, en un reconocimiento claro de la unidad fraternal, con un consentimiento absolutamente voluntario. Tal unión no puede verse efectuada de golpe, tenemos que trabajar con la mayor paciencia y circunspección para no estropear las cosas y no despertar desconfianza...
HAY MUCHO más en la discusión de la tradición marxista sobre lo que se conoce como la cuestión nacional, pero vale la pena subrayar qué tan relevantes son estas ideas hoy.
Cada día vemos el efecto repugnante del patriotismo y la xenofobia en la época de Trump. El nacionalismo es probablemente el elemento ideológico más importante para la agenda de Trump. Hacer que Estados Unidos sea grande es la justificación única para deportar a los indocumentados, amenazar guerras en el extranjero, otorgar exenciones fiscales a las empresas y espiar a los “extranjeros” en el país, por nombrar algunas de las atrocidades de Trump.
No hace falta decir que los socialistas nos oponemos a todo. Pero oponerse al nacionalismo es tan importante, si no más, cuando aparece en una forma que parece de izquierda y pro-clase trabajadora, como cuando Bernie Sanders exige protección para las empresas estadounidenses contra la “competencia desleal” de China.
Cuando Sanders y los líderes sindicales critican a China como la causa del sufrimiento de los trabajadores estadounidenses, la conclusión inevitable es que los trabajadores en este país tienen los mismos intereses que los empresarios y los banqueros, en vez que el de otros trabajadores en otros países.
El nacionalismo económico de Sanders defiende la industria y el empleo estadounidenses, pero eso significa identificar a las compañías extranjeras, tanto como a sus trabajadores, como el enemigo. Incluso si parece venir como un apoyo al trabajador estadounidense que sufre despidos y el deterioro del empleo, tal perspectiva corroe el espíritu de solidaridad internacional que necesitamos para enfrentar la injusticia.
La conciencia de la clase obrera necesita un movimiento socialista revolucionario que no podrá lograrse a menos que los trabajadores en este país renuncien a la idea de que la nación en la que viven debe estar de alguna manera facultada para controlar y dictar a las demás.
Esa conclusión no es sólo desafortunada, sino reaccionaria, y desarma el movimiento proletario de este país en asuntos críticos, al tiempo que confirma la sospecha de los trabajadores de otros países de que no pueden confiar en nadie en Estados Unidos, ni siquiera en sus trabajadores, para defender la igualdad y la democracia.
Entonces, los socialistas no sólo debemos oponernos al nacionalismo de Trump, sino también al nacionalismo cuando lo predican figuras de izquierda como Sanders.
El internacionalismo ha sido un principio fundamental del socialismo desde que Carlos Marx y Federico Engels proclamaron “¡Trabajadores del mundo, uníos!” en el Manifiesto Comunista.
Nuestro apoyo al derecho a la autodeterminación de las naciones oprimidas se deriva directamente de ese principio internacionalista y de la visión de una lucha unida por el socialismo por parte de los trabajadores de todas las naciones.
Traducido por Orlando Sepúlveda