La crisis que seguimos pagando

September 23, 2013

Wall Street causó la crisis financiera de 2008, jugando a la ruleta con miles de millones de dólares, apostando a que la gente perdiera sus casas y medios de subsistencia.

EL PÁNICO era evidente en las páginas del Wall Street Journal --el principal vocero las corporaciones estadounidenses--en su edición del 18 de septiembre, hace cinco años:

El sistema financiero de EE.UU. es como un paciente en cuidado intensivo. Su cuerpo trata de luchar contra una enfermedad que se está extendiendo, y mientras lo hace, se convulsiona, se calma por un rato, y luego se convulsiona otra vez. La enfermedad parece estar abrumando las tendencias auto-curativas del mercado. Los médicos a cargo están recurriendo a tratamientos cada vez más invasivos, y ahora están experimentando con remedios que nunca antes habían sido aplicados. El Presidente de [la Reserva] Fed[eral] Bernanke y el Secretario del Tesoro, Henry Paulson... lucían como agotados cirujanos entregando malas noticias a la familia.

Eso fue cuatro días después que Lehman Brothers, uno de los bancos de inversión más renombrados en Wall Street, con cerca de $639 miles de millones en activos --poco más que el producto interno bruto de Canadá entonces--se declaró en bancarrota.

The price of oil jumped by almost $11 a barrel on June 6, the largest-ever one-day increase in price, setting off panic in other financial markets

El titular del periódico no era una exageración: "La peor crisis desde los años 30, y sin un fin a la vista".

La Gran Recesión había comenzado, de acuerdo con las mediciones gubernamentales, casi un año antes, en diciembre de 2007. Pero recibió el epíteto de "Gran" en septiembre de 2008, cuando el colapso de Lehman empujó el sistema financiero mundial al borde del abismo.

La liquidación de Lehman Brothers fue probablemente el mayor episodio de este terremoto, pero había más réplicas por venir: Merrill Lynch fue vendido a la fuerza al Bank of America para evitar la quiebra; Washington Mutual, la mayor caja de ahorros del país, y Wachovia, el cuarto banco más grande, quebraron; y el gobierno tomó control de AIG, Fannie Mae, Freddie Mac, y General Motors.

En una economía globalizada, la crisis de Wall Street se extendió por todo el mundo a una vertiginosa velocidad, llevándose más bancos y corporaciones a su paso. Y luego, puso gobiernos enteros en una crisis de endeudamiento, cuando éstos intervinieron para apuntalar sus respectivos sistemas financieros. El impacto fue tan grave que los medios de comunicación hablaron abiertamente de escenarios apocalípticos, con "el sistema financiero mundial agarrotado, el comercio colapsado, y la actividad económica derrumbándose", como lo puso el Western Producer.

Naturalmente, hubo una oleada de ira contra los banqueros y su codicia. Incluso el entonces candidato presidencial republicano John McCain propuso nuevas normas para controlar "el manejo irresponsable [de los bancos] y una cultura de casino en Wall Street". Incluso el economista jefe de Citigroup, Willem Buiter, argumentó, en Global Research, por la nacionalización de los bancos, y su voz no fue la única:

¿Es la realidad del nuevo modelo, de facto orientado a las transacciones del capitalismo financiero, en que las grandes empresas privadas hacen enormes ganancias privadas cuando las cosas van bien, y son rescatados y puestos bajo propiedad pública temporal cuando las cosas se ponen mal, con el contribuyente tomando el riesgo y las pérdidas? Si es así, entonces ¿por qué no mantener estas actividades en la propiedad pública permanente?

Pero al final, el gobierno ni siquiera detuvo los obscenos bonos pagados a los ejecutivos de Wall Street. Bajo Bush, primero, y Obama, después, los bancos y los gigantes de la inversión obtuvieron un rescate de billones de dólares, y no pagaron ningún precio, ni financiero, ni político. Ni siquiera tuvieron que mostrar la más mínima o simbólica humildad o gratitud.


A PESAR de todas las complejidades bizantinas que los medios trataron de explicar, la causa de la crisis financiera de 2008 fue, en un nivel, muy simple: Un fiebre de apuestas que terminó mal.

Wall Street alentó el boom inmobiliario de 2000 y el relacionado auge de los préstamos hipotecarios, incluyendo depredadores hipotecas de alto riesgo con cargos ocultos y tasas de interés infladas; trayendo un enorme caudal de dinero al casino. Los bancos y las empresas financieras entonces desarrollaron complejas oportunidades de inversión para los jugadores más pesados, no sólo para comprar y vender, sino además para apostar en una infinita variedad de formas; los banqueros cobrando masivos pagos con cada oficio y transacción, y ni hablar de sus propias apuestas laterales.

En tanto que los valores inmobiliarios seguían subiendo, el casino hizo mucho dinero para cada uno de los grandes inversores que podían permitirse el lujo de entrar al juego. Pero cuando la burbuja estalló, el castillo de naipes se derrumbó. Como Lee Sustar argumentó en SocialistWorker.org: "[E]l reventón hipotecario actuó como detonador de explosivos más potentes; las enormes deudas, de todo tipo, amontonadas en el sistema bancario fantasma creado por la desregulación". Y eso provocó que toda la economía se hundiera aún más en la recesión.

La desregulación bancaria fue clave para el auge de los años 2000. En los gobiernos previos, sobre todo bajo el presidente demócrata Bill Clinton, las reglas federales para las instituciones financieras y sus operaciones fueron reescritas para satisfacer la sed por mayores apuestas de Wall Street. Por ejemplo, la ley Glass-Steagall de 1933 --instituida para poner barreras entre los bancos comerciales, las compañías de seguros, las firmas inversoras y los bancos de inversión, con el fin de detener otro pánico en el mercado al estilo de los años 1930--fue destripada.

Como resultado, las instituciones financieras quedaron libres para invertir en productos financieros más exóticos y de mayor riesgo, con un mayor provecho. Las firmas como Lehman Brothers hicieron enormes fortunas, haciendo "la codicia es buena" de los chupasangres de Wall Street en la década de 1980 lucir como "responsabilidad fiscal".

Por ejemplo, Richard Fuld, quien dirigió Lehman de 1994 a 2008. El "gorila de Wall Street", como Fuld era conocido, por su "duro trabajo" en el equivalente de jugar a los caballos de las altas finanzas, hizo la lista de los 25 ejecutivos mejor pagados de Estados Unidos durante ocho años consecutivos, incluso el mismo año en que el banco colapsó. Recaudó casi $500 millones en compensaciones durante su etapa como consejero delegado, y todavía posee tres "casas", mansiones en: Greenwich, Connecticut; y la isla Júpiter, Florida; y un rancho en Sun Valley, Idaho.

Desde los primeros días de la crisis financiera, los "expertos" atribuyeron la culpa por el colapso de Wall Street a la gente común, trabajadores que "causaron" la caída del mercado inmobiliario porque "compraron casas que no podían pagar", por ejemplo.

Pero los verdaderos culpables fueron los parásitos como Richard Fuld. Nadie puede decir que Fuld y sus compinches aportaron algo al bien de la sociedad en su conjunto. Al contrario, chuparon miles y miles de millones de dólares en su casino en Wall Street con el único objetivo de enriquecer, más allá de los sueños más salvajes de la gran mayoría, a un puñado de patanes.


CINCO AÑOS después de yacer bajo cuidado intensivo, la salud de Wall Street es plena --cortesía del gobierno estadounidense.

En marzo, el indicador bursátil Dow Jones volvió a las alturas del boom de los 2000s, borrando una pérdida de más del 50 por ciento durante la crisis, y continúa subiendo. La rentabilidad de los bancos y corporaciones ha superado los niveles previos a la recesión. Desde fines de 2008, el provecho financiero ha aumentado a un ritmo de más del 20 por ciento cada año, según el New York Times.

Para la elite, en lo más alto de la sociedad, las cosas nunca han sido mejores. Según cifras del IRS, publicadas por Money New, el 95 por ciento del provecho económico desde la recuperación en 2009 ha sido acaparada por el 1 por ciento de arriba; y más del 60 por ciento de ellas fue al bolsillo 0,1 por ciento más alto, es decir, personas con ingresos anuales de más de $1,9 millones.

Como cualquiera que lea este artículo seguramente sabe, la mayoría de la clase obrera en EE.UU. vive un mundo totalmente distinto.

Unos 11,3 millones de estadounidenses siguen desempleados, según la Oficina de Estadísticas Laborales, y decenas de millones más han abandonado la fuerza laboral, o lucha mes a mes con trabajos de media jornada. La productividad laboral ha subido casi un 25 por ciento en la última década, según un informe de agosto del Instituto de Política Económica, mientras que "los salarios se mantuvieron o disminuyeron para el 60 por ciento" de la fuerza laboral.

La crisis hipotecaria que siguió a la caída de Wall Street ha, en gran parte, desaparecido de la noticia, pero no ha terminado. Los precios de la vivienda han comenzado a recuperarse, pero muchas familias obreras todavía no salen de su extrema deuda hipotecaria. Al segundo trimestre de 2013, casi el 25 por ciento de los propietarios con una hipoteca siguen "bajo el agua" --es decir, el valor de su deuda es mayor al valor de su casa--, según la base de datos de bienes raíces Zillow.


POR SÍ solas, estas diametralmente opuestas experiencias de la "recuperación" son fuente de una profunda frustración para el 99 por ciento. Pero provoca aún más ira considerar que la causa directa de las ganancias récor que hoy disfrutan los banqueros es la masiva transferencia de riqueza, de nosotros hacia los ricos, llevada a cabo por el gobierno de Estados Unidos.

En medio del colapso de Lehman y de esos días de caos en Wall Street, el gobierno federal entró en acción, elaborando un plan para rescatar a la industria financiera --de paso revelando, tras este rápido un consenso bipartidista, que el cinismo del antagonismo entre ambos partidos, que supuestamente les impide llevar a cabo cualquier cosa, es mucho mayor de lo que cualquier político llegue admitir.

Trabajando con el apoyo de los legisladores demócratas, incluyendo al entonces candidato presidencial Barack Obama, la administración Bush, a pesar de su proclamado respeto al libre mercado, elaboró el Programa de Alivio para Activos en Problemas (TARP, por sus siglas en inglés) de 700 mil millones dólares, dando al Departamento del Tesoro la autoridad para hacerse cargo de deudas incobrables e inyectar efectivo en las principales instituciones financieras. Además de esto, el gobierno comprometió miles de millones de dólares en diversos programas para ayudar a los bancos.

Cuando la administración Obama asumió el poder --con un el Departamento del Tesoro lleno de los mismos funcionarios de la Reserva Federal que presidieron la crisis y de un montón de ex ejecutivos de Goldman Sachs y otros bancos -- adoptó la propuesta de Bush casi sin alteración.

Por entonces, si alguien preguntaba por qué el gobierno estaba vertiendo dinero de los contribuyentes a las mismas instituciones que habían apostado su camino a la crisis, la respuesta del establecimiento era que un sector financiero saludable, fortalecido por el TARP y restringido por nuevas "reformas" financieras, podría comenzar a prestar dinero para financiar nuevas inversiones.

Sin embargo, todo lo contrario sucedió. Los bancos y otras instituciones crediticias restringieron todo tipo de crédito. Por ejemplo, en mayo del 2012, CNN Money reportó que en el primer trimestre, JPMorgan Chase, Wells Fargo, Bank of America y Citigroup conjuntamente habían recortado el crédito en $24 mil millones, casi anulando el aumento de $34 mil millones en préstamos en todo el previo año.

Con todos los fondos federales estacionados en el sistema financiero, los banqueros comenzaron embolsar ganancias libres de riesgo, tomando el dinero que la Reserva Federal les prestó a una tasa de interés efectiva del 0 por ciento, y prestándoselo de vuelta al gobierno, comprando bonos del Tesoro, a un interés del 3 por ciento.

Mientras tanto, Obama estaba demasiado ocupado con el plan de rescate como para presionar al Congreso por las nuevas regulaciones que pondrían límites a los bancos que eran "demasiado grandes para quebrar". Cuando la "reforma" bancaria fue finalmente aprobada en 2010, no tenía dientes y estaba plagada de lagunas, cualificaciones y compromisos escritos en la ley por los cabilderos de la industria, cuyos salarios fueron de hecho suscritos por los contribuyentes en dólares del rescate.

El provecho económico y el poder político de Wall Street retornaron con deslumbrante velocidad --pero una cosa fue restaurada aún más rápido, si alguna vez fue escasa en lo absoluto: la arrogancia de los banqueros. Una muestra pudo ser observada en el huraño comentario de un ejecutivo financiero no identificado, hablando con The Observer:

Hemos sido condenados al ostracismo. Tuve que ser jurado aproximadamente hace un año, y cuando dije que hago inversiones bancarias, la gente en la sala del jurado estaba haciendo sonidos [de desapruebo]. Y yo estoy como, ¡carajo! Estoy orgulloso de lo que hago. Y creo que esta firma hizo mucho para poner en marcha la recuperación.

¿Orgulloso? ¿En serio?

Los banqueros causaron la catastrófica crisis financiera de 2008 con sus descabelladas apuestas con incontables miles de millones de dólares, apostando, literalmente, a que la gente perdiera sus casas y medios de subsistencia. Ese es dinero que pudo haber sido utilizado para acabar con el hambre en el mundo, reconstruir cada escuela derrumbándose, proporcionar puestos de trabajo de jornada completa, con un salario digno, o crear una sociedad sostenible que no arruine el medio ambiente.

En cambio, el dinero y los recursos se desperdiciaron en un sistema financiero que existe para que los ricos se hagan cada vez más obscenamente ricos.

Cinco años después del colapso de Wall Street, una lección ha sido repetida para nosotros: el capitalismo es un sistema controlado por, y ejecutado en, los intereses de una pequeña minoría. Las necesidades de la gran mayoría del pueblo son secundarias, si del todo presentes, detrás de la búsqueda por mayor poder y riqueza, cueste lo que cueste. Ese sistema debe ser reemplazado.

Traducido por Orlando Sepúlveda

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